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Don Quijote

  • Foto del escritor: Joelking
    Joelking
  • 29 oct 2019
  • 3 Min. de lectura


El frío campaba a sus anchas por las calles de Londres, pero a pesar de ello los transeúntes no estaban preocupados, pues el clima pasaba inadvertido frente a aquello que envolvía: la ciudad milenaria.

En un callejón, detrás de los bares y tiendas más visitadas, una librera sacaba a la puerta de su tienda una pequeña caja de libros usados que vendía a precios ridículamente bajos. Más por fomentar la lectura que por llenar sus bolsillos. Su ubicación y poco atractivo no llamaba la atención de los turistas, aunque la librería cargaba sobre sus cimientos con la esencia histórica de la ciudad. El olor, los cristales sucios, las estanterías torcidas, el polvo del lomo de los libros. Sin embargo, todo ello no impedía a ciertas personas, curiosos y eruditos, saber valorar el ideal de aquella tienda.

Edward, un anciano a quien las canas le hacían parecer joven, se acercó a la caja de libros con ánimo de encontrar algún título con el que expandir su librería personal, tanto la que guardaba en su espíritu como la que almacenaba en casa. Su cojera ya no era una molestia, pues los años habían forjado una amarga amistad que haría que no le prestara la más mínima atención.

Agachándose con dificultad, agarró un libro con una inscripción dorada en la portada: ‘Don Quijote de La Mancha’. El viejo soltó una carcajada seguida de una severa tos, ya que en cierto modo se sentía identificado con el protagonista. Devolvió el libro a la caja y con manos temblorosas, no por el frío sino por la edad, cogió otro. ‘La isla del tesoro’.

Después de meditarlo unos segundos, una gota que le colgaba de la punta de la nariz se precipitó al libro. Con la manga del abrigo limpió la tapa y luego inspiró con fuerza. Lo abrió y buscó en las primeras páginas: ‘… edición de 1967...’. Sin pensarlo más, entró a la librería. Tras el mostrador, la mujer, de una edad cercana a la de Edward, le quitó el libro de las manos sin que él tuviera la opción de discutir el precio. No hubo mediación. La señora lo guardó en la bolsa y estiró el brazo. Parecía nerviosa; la mano le temblaba. El viejo, también con su temblorosa mano, agarró el libro. Cerró la puerta de la librería de un portazo y abrió la de casa.

El salón era una habitación amplia que solo contaba con una mesa, un sillón pegado a la chimenea y estanterías cercando la sala. Edward encendió la chimenea con unos pocos troncos y un par de cerillas. La luz del fuego iluminó la estancia revelando el contenido de las estanterías. Miles de libros, de diversos tamaños y colores. El pirata, Robinson Crusoe, La vida del pirata, El relato de Arthur Gordon Pim, El corazón de las tinieblas, Lord Jim, La isla del Tesoro… De nuevo La isla del Tesoro. Robinson Crusoe, pero una edición distinta. La isla del Tesoro otra vez y otra vez.

Edward se sentó en el sillón y se descalzó, pero solo de uno de los zapatos apareció un pie. Una pata de palo apareció del otro. Cogió el nuevo libro que le habían regalado y, quitándose el parche del ojo derecho, dejando ver así la cicatriz que recorría su cara, comenzó a leer de nuevo.

 
 
 

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